Sonaron unas llaves. Sonó la cerradura y entró Lis con una barra de pan y dos litros de cerveza.
– Para luego – Colgó la bolsa en el pomo de la puerta y dio tres pasos hacia la cama exagerando el balanceo de la cadera – ¿Dónde has puesto las naranjas?
Señalé la mesa de mimbre junto a la puerta. Lis se soltó el pelo, se saco la camiseta y el sujetador y me lanzó una naranja. Luego se giró hasta darme un buen perfil y se bajo el pantalón hasta los tobillos a dos manos, sacó un pie y con el otro lanzó el pantalón hacia la cama igual que había hecho antes con la naranja. Un segundo después tomó otra naranja entre sus manos, clavándole las uñas hasta partirla en dos, y empezó a caminar mientras las primeras gotas de zumo salpicaban al rebotar contra su piel. Se detuvo a los pies de la cama.
Comencé a recoger con sabios lametones el zumo entre sus pechos, siguiendo el hilillo que se partía en dos al llegar al ombligo y volvía a ser uno al perderse más abajo. Las más sabrosas tetas del mundo, dije. Y seguí más abajo, tomando unos de los labios entre los míos, como si fuera un moflete. Lis exprimió la segunda mitad llenando mi boca de jugo renovado. Chorreo como un océano desbordado, dijo Lis, y me empujó contra la cama antes de echarse sobre mí.
Noté mi polla doblarse ligeramente antes de entrar, y cuando entró me sentí satisfecho ante la idea de haber encontrado un coño que me fuera justo, nada más ni nada menos. El sol alcanzaba de pleno a Lis y hacía que su vientre mojado reluciese como una pequeña luna en movimiento, yo fijaba la vista en esa luna que oscilaba arriba y abajo y en mi polla que aparecía y desaparecía, en los pezones erguidos y los dientes de Lis mientras bufaba.
Cogí la naranja que había dejado en el colchón y separé un gajo para hundirlo entre las piernas de Lis. Con tres embestidas solo quedó el pellejo. Separé otro y repetí la operación, Lis arqueó la espalda y de su ombligo resbaló una perla azucarada. Un momento después aterrizó boca abajo en el colchón, hundí la cabeza en su melena negra y volví a entrar, un brazo a cada lado de su espalda. Lis se impulsaba, alejándose del colchón, luego resbalaba y volvía a caer. Y cada vez era todo más desordenado. A fin de cuentas, pensé, mientras uno folle bien no necesita ni orden ni cuenta corriente, y seguí subiendo y bajando, agarrando una teta en cada mano, mordiendo y resoplando. Tenía una espalda magnifica, Lis.
Giré la cabeza hacia mi abdomen y al ver las dos cinturas rebotando la una contra la otra, arriba y abajo, sudorosas, mágicas e inexplicables, olfateando esa mezcla de sudor, flujos y zumo de naranja olvidé por completo todo lo que estaba de sobra en mi pequeña cabeza, cicatrices del devenir y no sé cuantas cosas más, hasta sentirme reluciente y puro como un bebe sujetado en brazos por un puñado de arcángeles cantarines, repitiendo al unísono: esto es una maravilla, esto es una maravilla… los acompañé en su canto festivo desde mis adentros, hasta que Lis me recordó que acabara fuera, y para más señas añadió: Quiero sentir como cae sobre mi espalda. Y mientras caía no dijimos nada más. Ni Lis ni yo. Nada.
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