Al aparecer Augusto a la puerta de su casa extendió el brazo derecho, con la mano palma abajo y abierta, y dirigiendo los ojos al cielo quedóse un momento parado en esa actitud estatuaria y augusta. No era que tomaba la posesión del mundo exterior, sino era que observaba si llovía. Y al recibir en el dorso de la mano el frescor del lento orvallo frunció el sobrecejo. Y no era tampoco que le molestase la llovizna, sino el tener que abrir el paragüas. ¡Estaba tan elegante, tan esbelto, plegado y dentro de su funda! Un paragüas cerrado es tan elegante como es feo un paragüas abierto.
Es una desgracia eso de tener que servirse de las cosas -pensó Augusto-; tener que usarlas ,el uso estropea y hasta destruye toda belleza. La función más noble de los objetos es la de ser contemplados. ¡Qué bella es una naranja antes de comida! Esto cambiará en el cielo cuando todo nuestro oficio se reduzca, o más bien se ensanche, a contemplar a Dios y todas las cosas en Él. Aquí, en esta pobre vida, no nos cuidamos sino de servirnos de Dios, pretendemos abrirlo, como a un paragüas, para que nos proteja de toda suerte de males.
Niebla, de Miguel de Unamuno
cumple cien años.
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