Aquella mañana me desperté temprano, apenas amanecía. Me incorporé sobre el banco y estiré los brazos tanto como pude. Luego me levanté y oriné junto a un árbol. El parque se veía precioso, es algo que me ocurre a menudo. ¿El qué? Ver todo más bonito ¿Cuando? en cuanto decido abandonarlo. Bien. Dos sacudidas y a guardar. Las gaviotas ya se agitaban en el aire, batiendo toda su envergadura contra el cielo y pintando la mañana con el ir y venir de sus graznidos, se adivinaba que el día sería soleado. Las calles estaban desiertas. Podría decirse que la ciudad, al igual que los vagabundos a mi alrededor, aún dormitaba.
Aprovechando esta tesitura, por así decirlo, ese nada por aquí nada por allá en cuanto a lo que mi vista alcanzaba, me deje llevar a toda vela, por así decirlo. Me dirigí a los melocotoneros en torno a los que había enterrado a Rusconi, ¿Hacía ya cuanto tiempo? Ni siquiera ahora soy capaz de responder al vuelo. Tal vez haciendo unas sencillas cuentas, pero dudo que sea el momento de hacer algo así. Me senté entre los melocotoneros, palpando la tierra con las manos, delicadamente. Escribí Rusconi sobre la tierra, con un dedo, luego mi nombre, con otro dedo, luego revolví la tierra, borrándolos. Importante el escribir los nombres con dedos distintos, ya tú sabes. Tomé un par de ramas y un puñado de tierra, me desnudé y caminé hacia la fuente. El agua estaba muy fría, lo que me sobresaltó. Por las mañanas ni siquiera el agua caliente me cae bien y la fría demuestra ser peor todavía, siéndome ambas muy desagradables. Comencé por tomar agua con las manos para luego aplicármela, poco a poco, por el cuerpo. El agua comenzó a templarse una vez que el frío de la noche se disipó de las subterráneas tuberías, y con ello me animé hasta el punto de acabar de cuclillas bajo el chorro después de untarme el cuerpo con la tierra que acababa de recoger. Con una mano mantenía pulsada la fuente mientras con la otra tomaba las ligeras ramas del melocotonero como improvisado y fragante rascador.
Una vez terminé recogí mis cosas y me trasladé a un banco al que ya le daba el sol. Antes de sentarme retiré el sobrante de agua con las manos, ris ras, de arriba a abajo y en repetidos gestos. La hora del desayuno. En el parque siempre desayunaba manzanas, de modo que abrí mi macuto y extraje la bolsa en la que las guardaba. Quedaban dos, cogí una y guardé la otra. Un desayuno económico y saludable, además ayudan a mantener la boca limpia. Normalmente no desayunaba nada más a no ser que me levantará con el estomago revuelto, en tal caso tomaba un cortado en un bar a fin de disponer de un baño donde despacharme cómodamente.
En lo que tardé en acabar la manzana los trabajadores más madrugadores comenzaron a desfilar por la calle. Perturbado por algo, el rubor, no lo sé, por lo que sea que era aquello, pensé que debía vestirme. Me resultó doloroso, de algún modo sí, volver a aderezarme con mis ropas pues estaban un poco sucias. El olor a melocotón de mi piel se perdería rápidamente con toda seguridad; al mismo tiempo no me decidía a seguir desnudo durante el resto del día. En definitiva me sentí triste con respecto a la necesidad de vestirme, aunque por el momento sólo tuviera puestos los pantalones. La renuncia siempre es delicada, eso es todo. De esta guisa revolví en mi macuto con la idea de realizar un pequeño inventario, modesto pero necesario, antes de despedirme de aquel lugar con un hasta nunca.
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