Lo primero que te soltaban a la cara al firmar el contrato era que meterías una hora extra diaria que no se reflejaría en ningún contrato y/o nómina. Con otras palabras, pero así de claro. Firmé un contrato de 9 a 14. Me explicaron que las cinco horas se correspondían con el tiempo efectivo de reparto y había que estar media hora antes en las oficinas de la empresa para desplazarse hasta el lugar de reparto. A las dos la furgoneta hacía la recogida y sobre las dos y media estabas de vuelta en las oficinas. Una hora extra diaria gratis, aquello insultaba a la misma vida. Con todo, firmé con soltura. Estaba allí y sabía porqué estaba allí, no dudé ni un instante. Necesitaba dinero urgentemente para pagar el alquiler y no quedarme tirado en la calle, qué ironía. Podía haber trabajado en algo menos perro, haber pedido dinero, pero firmé. Todavía no sé porqué, no con claridad. Firmé a las ocho y media de la mañana, justo antes de empezar a cargar mis primeros paquetes de publicidad.
Había un destino, nunca recuerdo si Mataró o Martorell – porqué para mi los nombres solo era garabatos sobre un plano fotocopiado-, en el que había un puente llamado El puente del Diablo. Siempre que iba a aquel pueblo organizaba mi ruta para llegar al puente a media mañana, justo a la hora del almuerzo. Me hacia gracia el nombre y era un lugar tranquilo. Comía algo asomado sobre el río tratando de no pensar en nada, escuchando el viento que soplaba, eso hacía. Los días soleados eran lo mejor del mundo.
Otras pocas veces nos tocaba repartir en zonas residenciales, lugares apartados y poco transitados. Josemari, el más veterano de todos, siempre nos recordaba que lleváramos piedras en la mochila por si nos encontrábamos con algún perro suelto. Imagino que con los años se había llevado muchos sustos y nunca se olvidaba de decirlo. Era gracioso porque no decía piedras exactamente, decías piedghas, o algo así, era incapaz de pronunciar las erres, no podía. A lo mejor era un problema que le venía de niño, pero mi teoría era que de tanto decir correo comercial se le había atrofiado el paladar y la lengua ya no le rebotaba. Josemari. Nunca se lo pregunté. Dos de aquellas urbanizaciones crecían sobre la colina de una montaña. Eran verdaderos rompepiernas, calles y bocacalles arriba y abajo con pendientes de más del trece por ciento, y la mochila a cuestas. Al llegar arriba del todo me sentía fabulosamente bien con sólo respirar aquel aire y echar una meada, sólo eso, reluciente en mi sudoroso esplendor. Arriba del todo y durante un momento me sentía terriblemente vivo, endurecido y orgulloso de algún modo. Todo el aire del mundo cabía en mis pulmones, eso sentía. Unas vistas magnificas. Y paz. Recuerdo descalzarme sentado al borde del camino, y posar los pies sobre el asfalto para retirarlos medio segundo después y observar la huella de vapor que quedaba dibujada sobre la carretera. Eran semejantes a dos medias lunas, una frente a la otra, y me gustaba observarlas mientras el sol consumía su contorno. Cuando se borraban del todo volvía a mover los pies y observaba como desaparecían estas nuevas huellas, hasta que los pies se secaban y ya casi no dejaban vapor y dejaba de moverlos y de mirar al suelo y volver a moverlos.
A veces envidio el don de la memoria que poseen los mamíferos. Cuando recuerdo alguno de aquellos momentos me imagino un poco más mamífero, un poco menos reptil, como el gorrino que busca trufas entre el barro, más cerca de los humanos.
Deja una respuesta