Ya había repartido publicidad con otra empresa, pero esto era otra cosa. La otra empresa era un cachondeo; aquí el trabajo era realmente duro y a menos que te machacases a diario estabas en la calle, la mayoría de la gente no aguantaba más de tres días. El desfile de compañeros era continuo, diría que cada semana aparecían no menos de cinco chicos nuevos. Lo de los tres días era una medida crucial, el tiempo en que se probaba si se valía para aquello, si se era lo bastante duro para soportarlo y no tan idiota como para liarse con los planos. Cada mañana la furgoneta te dejaba en un lugar desconocido con quince kilos de papel y el plano de la zona que tenías asignada. Para completarlo no bastaba con ser rápido de piernas, era imprescindible diseñar una buena ruta para completar todas las aceras sin caminar dos veces por ninguna de ellas, lo que requería de unos buenos algoritmos para estructurar el camino a seguir. Durante aquel año repartí publicidad por las calles de Alella, Cardedeu, Castellar del Vallés, Calella, Sant Joan Despí, Castelldefels, Centelles, Cerdanyola del Vallés, Cervelló, Corbera, Cornellá, Cubillas, Gavá, Hospitalet, Igualada, Manresa, Martorell, Mataró, Molins de Rey, Mollet del Vallés, Montcada, Montmeló, Montornes del Vallés, Badalona, Badia del Vallés, Barberá del Vallés, La Palma de Cervelló, Pallejá, Parets del Vallés, El Prat, Ripollet, Sant Adriá de Besós, Sant Boi, Sant Cugat, Sant Feliú de Llobregat, Sant Just Desvern, Sant Pere de Ribes, Sant Quirze del Vallés, Sant Vicenç dels Horts, Santa Coloma de Cervelló, Santa Coloma de Gramenet, Sitges, Terrassa, Torelló, Vallirana, Viladecans, Rubí, Sabadell, Vilafranca del Penedès, Vilanova i la Geltrú y El Vendrell, y algún otro que ya no recuerdo.
La velocidad de buzoneo también era vital. Buzoneo: meter el dichoso papel dentro del buzón. Muchas veces repartíamos tres folletos a la vez y la verdad es que meter los tres a la vez era difícil de cojones. El primer día crees que es imposible y te destrozas los dedos con el metal de los buzones, no dejas de levantarte padrastros en toda la mañana. Pero sí que se puede, requiere de un aprendizaje lento hasta desarrollar la técnica precisa, rápida y sin heridas. Dependiendo de la zona que trabajáramos podíamos llegar a repartir hasta ocho mil folletos en cinco horas, y cada segundo ganado en el buzoneo significaba un montón de tiempo a lo largo de la mañana y tal vez la diferencia entre tener o no trabajo al día siguiente: o aprendías rápido o ibas fuera. Tardé en adquirir la dichosa técnica, y durante ese tiempo la mercromina fue cosa de cada día. Otros hacían trampas: tirar folletos en papeleras o marcar calles que no habían trabajado para compensar sus malas maneras, pensando que no habría nadie vigilando su trabajo, ilusos. La empresa funcionaba siguiendo una máxima: éramos todos unos mangantes. Ese mismo día estaban en la calle.
De algún modo representábamos el segundo vértice de un triangulo equilátero perfectamente equilibrado y consistente en la impresión del papel primero, la distribución del papel impreso después y por último papel directo a la basura y fin de la historia. Tres líneas formando tres ángulos de idéntica estupidez. A veces ni siquiera llegábamos a repartir ese papel, descargábamos ocho mil folletos de un camión para inmediatamente cargar una parte en una furgoneta con destino a los hornos. Verdadera cosa de locos. La jefa cobraba por un trabajo en el que no respetaba el volumen de reparto y al mismo tiempo una planta química cercana le daba un dinero por quemar la parte que no repartía. Tal cual. Recibía un dinero por quemarlo, joder. Era increíble la tía. Increíble.
Un día, descargábamos papel de una furgoneta yo y otro chico. Era su segundo día en el trabajo. No recuerdo su nombre: cerca de treinta años, con el pelo cortado a cepillo y gesto de galán de película americana de los cincuenta. Los folletos venían empaquetados con cintas de plástico, como si fueran fardos, cada uno de un palmo de ancho aproximadamente. Dependiendo del grosor y la calidad del papel venían en grupos de entre veinticinco y hasta cincuenta. Era un infierno recoger peso del suelo una y otra vez mientras tratabas de no golpearte con el techo de la furgoneta al levantarte y no cortarte las manos, los dedos o bajo las uñas con el papel. Por más atención que prestaras al coger los paquetes volvías a cortarte si no era al día siguiente, dos días después. Podías dejar de cortarte con los buzones, con el papel siempre repetías. Aquella mañana no me había cortado todavía. Me dolía la espalda y quedaba la mitad de la furgoneta. La jefa se nos acercó acompañada de su hermana, la de las cuentas, y le dijo al chico que se acercara. Nuestro galán americano. Dejó el trabajo por un momento y se asomo sin decir nada. Un poco más, dijo ella, y él se acercó un poco más.
Azules, ¿lo ves? – dijo la jefa dirigiéndose a su hermana – te dije que los tenía azules.
Dieron media vuelta y desaparecieron en el almacén. Recé al Dios de los reptiles para que del cielo cayera un piano, un rayo, un suicida, en fin, algo. Algo que le atinara de pleno en la cabeza, pero no. Al chico lo despidió a los dos días. Y ya.
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