En el parque, eramos dos los fijos a la hora de dormir, yo y un cincuentón ex-farlopero que antes debía ser abogado, abogado de éxito, eso decía. “Podía llegar a gastar cincuenta mil pesetas al día, ahora solo necesito tres euros: dos para tabaco y uno para una barra de pan”. Era su frase favorita. De la clase de personas que solo saben hablar de sí mismas, un aburrido y un pesado de cojones. Era mala pareja de baile, cuando lo veía cerca procuraba no dar pie a ninguna conversación. Otros ‘habituales’ rotaban y dormían un día de cada dos o tres, a otros los veías un día y no volvían a aparecer. Algunos llevaban equipaje de veras, trastos y trastos en carros enormes. Yo era, con diferencia, el menos preparado de todos. Uno hasta tenía una cama montada dentro del carro, un trabajo fino, ya lo creo. Llegaban al anochecer, montaban el camastro y poco más, al llegar la oscuridad cesaban las palabras. La misma persona podía contarte la misma historia varias veces al día durante tres días – como hacía el abogado – mientras hubiese luz, pero por la noche ¡Ay por la noche! Por la noche, amigo, todos callaban. Por la noche todo era silencio y luz de farolas.
Mi pequeño corazón palpitaba ante el miedo a una posible paliza nocturna, a cuenta de unos niñatos o de los propios compañeros de parque; hasta que no estas ahí no sabes qué es desconfiar de todo, de todos. Por si fuera poco el abogado había llamado mi atención al respecto de lo que él creía mis ‘marcados rasgos femeninos’, que como gustaba de repetir no eran habituales en ‘un hombre de la calle’, como se autodenominaba. Nunca he sido de sueño fácil y en aquel ambiente plagado de sombras encontrar la paz me resultaba más difícil todavía.
Hacia las doce dejaba de haber gente en los alrededores y el tráfico era menos denso. A las dos no se veía ni un coche, los semáforos seguían funcionando sin que nadie reparara en ellos. Incapaz de dormir, imaginaba una imagen fija de la calle en la que, en sucesivos amaneceres, desaparecían los coches y los semáforos dejaban de funcionar, las calles se vaciaban de personas hasta no quedar ninguna – incluso sentía desaparecer a quienes dormitaban a mi alrededor-; más tarde los edificios abandonados se iban convirtiendo en polvo y todo lo que el hombre había construido se iba a la mierda definitivamente. Siempre era igual: Las calles desiertas, los cristales rotos en las ventanas agitadas por el viento, luego silencio y nada más, erosionándolo todo con el rebote de su falso eco, hasta no dejar nada.
No sé cuanto tiempo tardé en hartarme de aquello. Quiero decir, recuerdo que antes de una semana no podía ya más, pero normalmente transcurre un tiempo entre el momento en el que la cosa no va bien sin que te des verdadera cuenta y el momento en el que tomas conciencia de ello y haces algo al respecto, el día en que solucionas algo para, tal vez, empezar a estropear otra cosa. No es cuestión del lugar, creo, es cuestión del equipaje. Pero todo ayuda. Llegado el día desperté y me dije: No quiero volver a despertar aquí.
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